Andrea Reyes de Prado | 25 de junio de 2019
El Thyssen acoge la exposición «Balenciaga y la pintura española», un peculiar diálogo entre el arte de los últimos siglos y las exquisitas prendas del prestigioso diseñador.
Cuando dos sensaciones opuestas se entrelazan de forma inherente durante una experiencia, en un instante de silencio los sentidos deben decidir cuál de ellas conducirá y, por tanto, definirá, el tiempo de dicha vivencia. ‘Sosiego’ e ‘incomodidad’ son palabras, y/o caminos, que podrían adjetivar la nueva exposición del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, Balenciaga y la pintura española. Por un lado, la indiscutible belleza de lo que se admira (obras pictóricas y prendas de alta costura). Por otro, la incierta base argumental que las sostiene.
Ya desde el primer atisbo, desde el otro lado del pasillo, la geometría extraña y negra que enmarca el título de la muestra nos relaja y estimula al mismo tiempo –en este caso, lo incómodo es sinónimo sensorial de misterio–. Pronto vemos que el negro es el color que habita todo lo expuesto en el interior de las salas, y que, aunque al inicio cueste, el ojo se acaba acostumbrando a su (in)quietud.
Mayor dificultad supone hacerse a la idea de que esta exposición posea en sí misma idea alguna, más allá del combinar vestidos y óleos que coincidan en formas o colores. Eloy Martínez de la Pera, comisario de esta travesía, ha buscado unir el trabajo de Cristóbal Balenciaga (1895-1972), uno de los diseñadores españoles de mayor prestigio, con el recorrido y evolución que hizo nuestra pintura entre los siglos XVI y XX.
El negro es el color que habita todo lo expuesto en el interior de las salas, y que, aunque al inicio cueste, el ojo se acaba acostumbrando a su (in)quietud
En esa complicada, rebuscada –y, desde luego, no escasa de mérito– misión, algunas veces la sincronía es elegante y casi hermana, como ocurre entre el retrato de la duquesa de Alba María del Rosario de Silva, pintado por Zuloaga en 1921, y el vestido rojo, de mismo intenso tono y mismos vuelos redondeados, que el diseñador vasco realizó en 1952. Otras veces es discreta y leve, como la que une, quizá por delicadeza y mística, a los frayes de Zurbarán con los trajes de novia de Fabiola de Bélgica o Carmen Martínez-Bordiú.
En otras, el nexo es fácil, pues bodegones o primaverales escenas como la Ofrenda a Flora de Juan van der Hamen y León acogen en su espesura abrigos, tocados y trajes donde la flor, la naturaleza, es el elemento protagonista.
En gran parte, sin embargo, el salto de un mundo a otro –el del pintar y el del coser– no es armonioso o lógico, sino ligeramente artificial. Quizá solo a las miradas más exigentes (o coloquialmente, «tiquismiquis») les ocurra, pero cada expresión posee y requiere unos materiales concretos, un proceso de creación, una concisa luz, una determinada distancia… que, al intentar unirlas sin percibirse orden aparente, todo eso se quiebra; y resulta más complejo disfrutar y sumirse, de forma interrumpida, en cada paréntesis de lenguaje tan personal.
No es la primera vez, por supuesto, que se conjugan en un mismo espacio elementos creativos de distintos idiomas. Un ejemplo reciente y muy similar es el de la exposición Sorolla y la moda, también del Thyssen, cuyo hilo conductor parecía el mismo: abrazar pintura y costura, y hacer que una cobre vida en la otra. Allí fue sencillo y natural: las prendas coincidían en época con los cuadros, lo que las acercaba inevitablemente. Algo en los tejidos, no obstante, en el movimiento, en el aire mediterráneo… provocaba que cada pequeño hilo pareciese coexistir a un lado y otro del marco.
En Balenciaga y la pintura española, sin embargo, y pese a ser este un indudable amante del arte, se aprecia y admira lo hermoso de cada bordado, de cada encaje, de cada pespunte bajo las manos del modista, y se admira y aprecia lo hermoso de cada pincelada tras las manos de Goya, Zurbarán o Murillo; pero cuando la mirada trata de contemplar el conjunto toda magia se desvanece. Fusionar dos vistosos vestidos de noche frente a un San Andrés de El Greco resulta no menos que curioso. Solo parece casualidad, o descarte, pues solo en la luz del amarillo se asienten. Aunque, a lo mejor, todo gira en torno a una esquiva y siempre libre inspiración.
Asumiendo el peculiar diálogo entre las 56 magníficas pinturas y las exquisitas 90 prendas de Balenciaga, la mejor opción es dejarse llevar por el camino del sosiego
Asumiendo el peculiar diálogo entre las 56 magníficas pinturas y las exquisitas 90 prendas de Balenciaga, valiosas en sí pero innecesarias entre sí, la mejor opción es dejarse llevar por el camino del sosiego, de la paz recóndita y precisa que transmiten las paredes, de esa sensación de estar colándose en el descanso nocturno de un taller donde, graciosamente, unos cuadros cuelgan junto a las telas y juegan en secreto a hablar con ellas. Cada pieza de la exposición merece una atenta, individual y solemne admiración.
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